Las ciudades que tenemos, y las concepciones predominantes sobre lo que ellas deberían ser, responden a la cosmovisión del proyecto moderno-colonial occidental. Para algunos, como el espacio privilegiado para la realización del capital y el incremento permanente de la tasa de ganancia, para otros como promesa de posibilidad de la emancipación humana.
Pero ambas concepciones no cuestionan el modo de vida moderno como mito y aspiración generalizada, aun cuando este proceso civilizatorio y su metabolismo de muerte está generando una enorme crisis planetaria que ha puesto en riesgo las posibilidades de reproducción de la vida en general y nuestra propia existencia como especie.
Esta situación nos enfrenta a un dilema ético existencial vital, por un lado seguir intentando sostener la modernidad como forma de vida e insistir en la carrera, por alcanzar los falsos mitos de progreso y desarrollo que esta ha ofrecido, o construir alternativas civilizatorias que permitan trascender esos mitos y desarrollar formas de ser y estar en el mundo capaces de garantizar la reproducción ampliada de la vida.
Superar estas concepciones implica un doble movimiento de desmitificar la modernidad como la única y más avanzada forma de vida posible para la humanidad para descolonizar nuestra mirada sobre la ciudad, e ir constituyendo una nueva subjetividad que ponga en el centro la vida de los seres vivos humanos y no humanos.
Y esa nueva subjetividad se constituye desde la recuperación mítica de la dimensión comunitaria de la vida, negada en su desarrollo histórico por la modernidad en sus procesos sistemáticos de exterminio de otras formas de vida y procesos civilizatorios.
La modernidad es en esencia “comunitaricida”, y se constituyó, entre otras cosas, a partir de una destrucción-apropiación de lo “común” en nombre de un supuesto interés superior y colectivo, el interés público de las elites, y la imposición de su forma “sociedad civil” de individuos.
Avanzar en la recuperación de la dimensión comunitaria de la vida en nuestras ciudades implica entonces un enorme desafío, pero solo será posible si seguimos insistiendo en la promoción y expansión de las formas de gestión comunales, la comunalización de la forma de vida urbana. Las experiencias autogestionarias, que contra viento y marea se mantienen vivas, son una potente herramienta de construcción cotidiana para la gestión colectiva de bienes comunes, trabajo común y conocimiento común, en función de potenciar la forma comunidad de vida. Volver a promover el esfuerzo individual y la iniciativa privada como salidas a la crisis de la modernidad rentista venezolana, sólo contribuye afianzar el falso mito de progreso y desarrollo que es impostergable superar.
Arq. Juan Carlos Rodríguez
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